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La Mariposa Monarca: símbolo de vida, cultura y resistencia ecológica

Cada otoño, un prodigio natural cubre los cielos de Michoacán con un resplandor anaranjado. Millones de mariposas monarca (Danaus plexippus) viajan más de 4 mil kilómetros desde Canadá y Estados Unidos para encontrar refugio en los bosques de oyamel de la sierra michoacana.

Este viaje —una de las migraciones más largas y precisas del reino animal— no es solo un espectáculo biológico: es un termómetro del planeta, un espejo de la salud ambiental y una metáfora viva de la interdependencia entre los pueblos y la naturaleza. La monarca encierra en sus alas una historia evolutiva fascinante.

Su ciclo vital pasa de huevo a oruga, de crisálida a adulto, en apenas semanas. Sin embargo, una generación especial —la llamada “Matusalén”— rompe esa cadencia: retrasa su reproducción, vive hasta nueve meses y emprende el viaje épico hacia México. Es esa generación la que, al llegar a los bosques de Michoacán, convierte las montañas en un manto dorado de vida suspendida Las mariposas buscan microclimas frescos y húmedos en las zonas altas, entre los 2 400 y 3 500 metros sobre el nivel del mar.

Allí, el dosel del oyamel filtra el sol, modera la temperatura y protege a los insectos del viento. Cuando en marzo despiertan y emprenden el vuelo de regreso, inician un ciclo de vida que unirá, en sucesivas generaciones, tres países y dos continentes ecológicos. En Michoacán, la mariposa monarca no solo pertenece a la biología, sino al alma colectiva. Para el pueblo purépecha es el espíritu de los muertos que regresa cada 2 de noviembre, coincidiendo con el Día de Muertos.

Su arribo es el retorno de los ancestros; su danza en el aire, una liturgia de la memoria. Las comunidades mazahuas la llaman “la Cosechadora”, porque anuncia el tiempo de la siembra y la esperanza. Así, la monarca es más que un visitante: es un puente simbólico entre los vivos y los muertos, entre la tierra y el cielo. Su imagen se ha incorporado a la iconografía regional, a las artesanías, los festivales y la identidad misma de Michoacán. Es el emblema que une ecología, espiritualidad y orgullo comunitario.

El espectáculo natural de la monarca ha dado origen a una forma ejemplar de ecoturismo. Los santuarios de El Rosario, Sierra Chincua o Cerro Pelón atraen cada año a más de 150 000 visitantes, nacionales y extranjeros. Los ejidos locales administran los accesos, guían a los turistas y venden artesanías, generando ingresos que benefician directamente a las comunidades. El ecoturismo, bien manejado, se convierte así en un aliado de la conservación: cada peso que ingresa por las visitas es un estímulo para proteger el bosque.

Esta dinámica económica demuestra que desarrollo y preservación no son opuestos, sino complementarios cuando se basan en la participación comunitaria. Pero el destino de la mariposa está lejos de ser seguro. Tres fuerzas amenazan su existencia: la tala ilegal, el uso de agroquímicos en América del Norte y el cambio climático.

Durante décadas, la deforestación redujo drásticamente los bosques de oyamel; aunque la vigilancia ha mejorado, la tala clandestina y la agricultura en zonas de amortiguamiento persisten. Al norte, los herbicidas que eliminan el algodoncillo —planta indispensable para las orugas— han diezmado las poblaciones reproductivas. Y el clima cambiante provoca tormentas, heladas y sequías que pueden exterminar colonias enteras en una sola noche.

Estos factores, combinados, reflejan una crisis ambiental global donde cada acto local tiene consecuencias planetarias. La monarca no migra solo entre países; migra entre políticas, economías y conciencias. Frente a estas amenazas, Michoacán ha respondido con inteligencia y compromiso. La creación de la Reserva de la Biosfera Mariposa Monarca en 2000, con 56 000 hectáreas, y los programas de reforestación comunitaria han permitido recuperar miles de hectáreas degradadas.

Los ejidos han plantado millones de árboles, y los fondos de pago por servicios ambientales incentivan la protección del bosque. Gracias a estas acciones, la temporada 2024-2025 registró una recuperación notable: las colonias ocuparon 1.79 hectáreas, casi el doble que el año anterior.

El Rosario volvió a ser el santuario más poblado, símbolo de esperanza y prueba de que la cooperación social puede revertir la degradación ambiental. Sin embargo, la conservación no puede sostenerse solo con buena voluntad. Requiere políticas públicas permanentes, educación ambiental desde la infancia y una alianza continental entre México, Estados Unidos y Canadá para restaurar el corredor biológico del algodoncillo y regular el uso de plaguicidas.

La mariposa monarca es una lección viva de resistencia y de interdependencia. Su migración une tres naciones, múltiples culturas y una sola responsabilidad compartida: proteger la vida. Cada ala que late en los bosques de Michoacán nos recuerda que los seres humanos también migramos en busca de equilibrio, que nuestra libertad depende del hábitat que conservamos.

Mientras haya oyameles en pie y manos dispuestas a cuidarlos, el milagro anaranjado seguirá repitiéndose. Y con él, la certeza de que aún es posible reconciliar al ser humano con la naturaleza, no por romanticismo, sino por supervivencia.

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